jueves, septiembre 29, 2016

Después de la ceguera

Un día, cuando comprendamos que nada bueno y útil podemos hacer por el mundo, deberíamos tener el valor de salir simplemente de la vida.
—Saramago, José. Ensayo sobre la ceguera.

Durante muchos años, me negué, con secreto o manifiesto orgullo a leer a José Saramago. Miraba con un poco de desdén a sus admiradores y discípulos. Todavía, pero de un modo distinto, porque ahora también yo lo he leído, y lo seguiré leyendo. Para aventurarme a leer Ensayo sobre la ceguera hizo falta que me lo recomendaran con registro distinto al que había escuchado todos estos años. Lo tienes que leer, me dijo Karla, a mí me gustó mucho, me emocionó, me dolió. Y si no fue exactamente eso lo que dijo, por lo menos sus ojos lo tradujeron de esa manera.

     Así fue como en un café se desmoronó la resistencia que cultivé durante casi veinte años. Y es que en todo ese tiempo, nunca había oído a alguien decir que le gustara o le emocionara leer a Saramago. Al contrario, todas las recomendaciones, incluyendo las solapas de sus libros y los reviews literarios, lo presentan como una suerte de tarea, de doctrina o panfleto. Es un poco como las clases de literatura mexicana en la preparatoria: léelo porque es necesario. Así por ejemplo: Es el reflejo de nuestra crisis política y vital. Demuestra los problemas de la sociedad occidental. Esboza los límites del capitalismo liberal. De las solapas: "Saramago lanza una llamada de alerta" y "Traza una imagen aterradora y conmovedora de los tiempos que estamos viviendo". Creo que lo mismo puede decirse, letra por letra, del Alarma, el Gráfico y el Metro o del National Enquirer. Pero no por eso hay que leerlos, ni son necesarios o merecen un Nobel.

     La recomendación emocionante de Karla, en cambio, me convenció de que acaso en Saramago podía haber más que la mera propaganda o la instrumentación del arte en aras del activismo de sillón. Así que me hice con el Ensayo sobre la ceguera. De lo que acaso se ve que en las mejores ocasiones, son los alumnos los que nos abren la perspectiva y nos quitan prejuicios a los maestros.



El libro se fue rápido, lectura amena aunque poco memorable. Creo que ese es el mérito de Saramago: el uso de una prosa casual, sencilla, pero muy bien cuidada. Algunos detalles simpáticos, algunas digresiones interesantes, algunas sonrisas. Pero nada que me hiciera memorable la experiencia, que me dejara con escalofríos o nostalgias prestadas como suelen hacerlo los grandes libros. Ese fue mi juicio al terminar de leerlo: bueno, pero nada especial.

     He terminado de leerlo, le dije a Karla. El final me parece lo mejor porque sin ese final, ni siquiera habría logrado ser la parábola de aplicación evangélica que pretende: “No creo que haya motivo para es final, ¿sabes? Era necesario para lo que quería decir la historia, pero no creo que haya motivo interno...” Es como saber que Sean Bean se va a morir en cada película, que Shyamalan terminará con un twist, o que la princesa necesita un héroe.




Bien pudo quedarse hasta ahí la conversación, ahogada por mis juicios precarios. Afortunadamente, seguimos charlando porque ella se toma con buen humor mi iconoclasia. Discutimos sobre qué pasó al final o por qué; o sea que mordimos el anzuelo de la parábola efectista.

      Cada uno tiene su visión de lo que habría sido justo que sucediera, su propia opinión sobre la equidad con que debió actuar el dios del libro. Mi visión, como todo el mundo sabe, es que no hay tal equidad o justicia en ningún sitio. Por eso le decía yo que entendí el final como algo más bien desesperado: el deseo siempre frustrado de que alguien, alguna vez, esté ahí para consolar a quien sufre o ha sufrido en aras del bienestar ajeno; de que haya oportunidad y entereza para hacer mutua la buena voluntad. Lo que creo es que no sucede a menudo y por eso entendí el final y el libro de esa forma. Karla opinó distinto, aunque similar, acaso igual de triste: al final, la nueva desgracia era necesaria para conocer el consuelo, para que los heridos fuesen ahora, desde la salud, mucho más empáticos protectores. Y sin embargo, ¿puede conocer el consuelo quien sabe lo patético de su condición? Ahí estuvimos de acuerdo, tiene que ser distinto, tomar el segundo turno será siempre injusto.

     En todo caso, me parece que Saramago es un autor memorable por lo que viene después de la lectura. A diferencia de otras joyas literarias, el Ensayo sobre la ceguera sólo logra su grandeza cuando se sale uno del libro y se olvida de Saramago o, mejor dicho, de su fama icónica. ¿Entonces? ¿Es buen escritor? ¿Son buenos sus libros? Sí y no. Al Ensayo sobre la ceguera le sobran un par de cientos de páginas. Pudo ser un magnífico cuento o novela corta. O una buena parábola de dos páginas. Pero como novela, como libro que se consume a solas con una copa de vino al terminar el día, no es del todo recomendable. Porque leerlo no lo agota ni lo enriquece; como tampoco al lector. Es preciso compartirlo, discutirlo, usarlo como puente hacia alguien más. Esa invitación a salir de la ceguera de la opinión prefabricada es lo más importante.

      Creo que vale la pena leer a Saramago, pero vale más la pena ignorarlo a él y a los que lo usan como profeta. La verdad está afuera, hay que desviar la mirada del libro y la introspección para dirigirla hacia el otro. Escuchar opiniones, contrastar puntos de vista, tender puentes. Leer para tener un pretexto y comunicarse, dudar de lo que se piensa, cambiar de opinión, vivir otra vida. La lectura como antídoto para esas  convicciones vacías y enormes como templos que se proclaman desde las solapas, los reviews y todas las recomendaciones con conciencia social y libertaria que me llegaron del autor antes de mi charla con Karla, a quien otra vez agradezco de corazón las charlas, la invitación a leer el Ensayo sobre la ceguera y, sobre todo, que supiera tender un puente sobre la base de los libros para llegar a lo verdaderamente memorable: la amistad.

Bibliografía: Saramago, José. Ensayo sobre la ceguera. Barcelona : DeBolsillo, 2015. (1995).

 Pieter Bruegel, el viejo. La parábola de los ciegos.  (1568)

 SPOILERS.
—Sigue mi interpretación del final de Ensayo sobre la ceguera—
Lo que quería evidenciar el libro: todos muy solidarios cuando están jodidos, pero apenas te sonríe la suerte y dices, “bueno, con permiso, yo así no puedo vivir”. La mujer quería quedarse ciega porque a cualquiera le harta ser el pastor y eventualmente desea que le cuiden. Se agotó, ahora le tocaba que cuidaran de ella, la guiaran, la ayudaran a recuperarse. Pero es pura idea porque no se quedó ciega, sólo le toca aguantarse y ser la única que procesa la experiencia entera. Le tocaba ver lo peor y por eso, no le llegará el consuelo. Porque lo vivió con conciencia, digamos. Es lo que pasa cuando tienes un alcohólico, un jugador, un junkie, un infiel, por ejemplo: se repone y quiere “dejar atrás” toda su degradación. Pero el que lo cuidó, soportó y levantó tiene que vivir con la memoria clara de toda esa miseria de que fue testigo y cargó sobre sus hombros pensando en el bienestar ajeno. No se puede quedar voluntariamente ciego, como el otro que sí estuvo ciego mientras estuvo “enfermo”. Lo mismo cuando uno ayuda al necesitado, visita al enfermo, protege a víctimas de la violencia o de la familia y otras bellezas del género humano. Quisiera uno haber sido ciego para ayudar sin haber visto, o quedarse ciego para tener excusa al emprender el complejo exorcismo de alcohol o depresión al que quiere entregarse, pero no es cosa de querer. Por eso digo yo que ella no se queda ciega. Porque, ¿es la misma ceguera si ya va sobre aviso? En todo caso, al invertirse los papeles, aquellos a quienes se cuidó en la desgracia, dicen casi siempre: “bueno, con permiso, yo así no puedo vivir” y se van. O buscan vengarse de quien los ha visto heridos precisamente por haberlos visto. Casi siempre, digo. Porque conozco a dos personas que han dicho, gracias, aquí estaré. Y cumplen esa promesa todos los días. Pero con excepciones no se construye la abstracción del género humano que es la literatura. Al final, para hablar de las desgracias ajenas de que he sido miserable testigo, prefiero decir como dijo la no-ciega del Ensayo sobre la ceguera: “Callémonos todos, hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser entendida”.

 * * *

Posteriormente, el Ensayo sobre la lucidez me demuestra que mi criterio coincide con el de Saramago. La mujer no se quedó ciega. Y alguno de sus ex-dependientes, ya curado, la culpa y la denuncia no sólo por homicidio cometido en beneficio de los ciegos —casi pudiera decirse, de la humanidad misma—, sino de otros muchos problemas. Y es que, contrario a lo que pudiera pensarse basado en el dicho popular; en el país de los ciegos, el tuerto no es necesariamente rey, sino acaso y más comúnmente, culpable, enemigo, sacrificio. Que digan si no los que se empeñan por hacer lo correcto en sus casas, familias, escuelas, trabajos, país, donde sea, cuando sea. Qué castigo es tener ojos para ver. Y qué consuelo saber que uno no se queda ciego nomás porque ya le toca un descansito.



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