miércoles, mayo 27, 2015

Huye, escóndete, calla


Credo. Renuncio a la causalidad y a la idea de agencia; asumo que soy objeto de la vida y sus accidentes. Nada puedo hacer para dirigir los hechos. La hipótesis de la voluntad es aberrante. El deseo es un sinsentido. Esta es mi fe: no soy. No soy causa. No determino mi existencia. El conocimiento real o inventado que poseo o puedo adquirir sobre mis actos y mi circunstancia son inútiles, no cambian mi vida. Los actos no existen. Creo en los hechos. Hay hechos. Los hechos no tienen finalidad. Creer en cualquier finalidad es el origen de la desgracia. El hecho de la muerte es la demostración plena de que la voluntad, la agencia, el sentido y la finalidad son mentira.



1. Todo se perfecciona según su naturaleza. Con la misma certeza con que sabemos que la muerte espera, así sabemos que la desgracia, el dolor y la tristeza son inevitables. Sabemos que cada instante de alegría se paga al precio de lucha y eternidad de ausencias. Cada unión, cada amistad, cada amor, llevan la misma advertencia: habrá un final desastroso. Por traición o muerte, todo contacto humano termina siempre en soledad; cada comida en apetito nuevo, cada libro en punto final y olvido.

2. El emperador de todos los males. En los exorcismos es necesario conocer el nombre del enemigo. A los demonios se les domina por el nombre. Lo mismo pasa en el amor. Se grita el nombre de la pareja enojada, en crisis o completamente loca para que recuerde, para que tenga poder sobre sí misma. Se susurra el nombre del enfermo para despertarlo. El del muerto para darle vida. Aquí buscamos al demonio de la enfermedad, su nombre como si decirlo en voz alta fuera un tratamiento. Así grita también el exorcista el nombre del demonio para controlarlo. Como si tener la capacidad de decir “es un tumor” ayudara en algo, como si saber el nombre del demonio que se te metió o meterá en el cuerpo en algo sirviera para sacarlo y devolverte la mirada de reconocimiento cuando cruzas tu mirada con la mía. ¿Quién eres y qué hiciste con ella? Le gritaré alguna vez al amasijo de células que borrará de tu cuerpo todo rastro de ternura, de tu memoria toda imagen mía, cada palabra amable que me hayas dicho y hasta la intención posible de volver a decir “¿quién eres y qué hiciste con ella?”. La muerte es la respuesta del tumor, ese demonio que es legión.

3. Fenomenología de la muerte. Es inevitable recibir esa llamada que hace una voz indiferente y sin rostro, casi siempre desconocida: ya se sobrevive, aunque uno no sepa. La llamada para decir que alguien ha enfermado, que ha muerto, que se ha ido o no volveremos a verle. En ese momento pesan sobre el corazón todos los recuerdos del principio, de la lucha inicial cuando con temor y temblor conquistamos un año o diez de alegría pura, lo que sea que tarde una vida en extinguirse. Se pierde todo en un telefonazo. Esa llamada se esconde tras la primera sonrisa. Esa llamada sería imposible sin el primer cruce de miradas, las primeras caricias torpes. Sería imposible ese derrumbarse en el umbral de la puerta o con el teléfono en la mano. Hay que admitir que cuando uno acepta y es aceptado, acepta también el mínimo y entonces imperceptible defecto genético que terminará por comernos desde dentro, apenas con un veneno detestable como exorcismo sin garantías. Uno acepta el cigarro o la anorexia o la falta de ejercicio, la distracción o cualquier otro detalle que terminará en muerte o abandono: enfermedad, caer de un puente, un asalto o cualquier cosa. La muerte como fenomenología pura. No hay víctimas de la muerte. Hay el hecho de la muerte. El amor y la belleza nos recuerdan nuestro sitio frente a la muerte.

4. La historia. Un buen día asoma en la carne amada ese señor Pendejo, al que odiaba Sabines y yo también. El emperador de todos los males. Cualquiera entiende que esas células y esa herida son parte del cuerpo y la vida que corre en cada vena de las manos milagrosas a las que decidí apostar y perder corazón, futuro y sueños cuando me enamoré. Cualquiera sabe que existen siempre dos opciones: morir juntos o sobrevivirse. Y es más probable lo segundo, más deseable. Así reza el idiota: “Soy el guardián y el profeta de tu lecho de muerte. Desde ahora conozco y espero el momento de cerrar tus ojos o tomar tu mano y decirte adiós. Esa es la única promesa de amor que tiene sentido: la de esperar y desear tu muerte antes que la mía, porque en ese modo acaso te ahorre el sufrimiento que es quedarse atrás y haber perdido a quien se amaba”. Y suena lindo, pero antes que desear la muerte del otro, habría que desear su vida y evitarle el sufrimiento sin desear su muerte adelantada.

5. Remedio. Quizá bastaría con detenerse el primer día, evitar la primera mirada, el primer beso y tantas cosas. Porque desde el principio se adivina la tragedia: Te sobrevivo desde ahora, antes de ser mía o ser yo tuyo, porque tengo la certeza de que serás algo en mi vida, que será preciso sobrevivirnos el uno al otro. Sé que llegará el día en que habrás sido. ¿Cómo atreverme a quererte en este instante donde convergen todas las posibilidades de futuro y ausencia? Para no sobrevivirte sería necesario no haberte conocido, no haberte pensado siquiera. Por más que intuya felicidad en tu carne, en ella se esconde también esta condena. ¿No es lo que nos une? Quizá mientras intento conquistarte y amar tu cuerpo firme y lleno de vida, lo que busco en realidad es mi muerte, mi perdición o, sobre todo, mi cansancio final y sin remedio.

6. Intervención. Un día se me aparece el creador, el autor, dios, quien sea. Me dice: escoge tú, quien quiera que seas y sufres por sobrevivir, escoge si deseas tanta desgracia como precio de tu felicidad. Escoge ahora que aún no la ves ni la encuentras (aunque claro, al presentarse la decisión, en algún modo ya la he encontrado, ya todo está escrito). Escoge ahora que eres dueño absoluto del tiempo, ahora que coinciden pasado y futuro. ¿Quieres que sea ésta tu historia? ¿Su historia? Puedo escribir otra, basta con que decidas tomar otro camino esta tarde o salir y pegarte un tiro, escoge si es éste el futuro que deseas que yo haya escrito para ti.

7. El antimilagro. La oportunidad de escoger el futuro y el pasado. Sí, ¿pero quién de nosotros creería realmente en su autor si se le presentara en un bar o con portentos en el cielo? Su presencia misma revela lo inacabado de la historia, su posible mutabilidad. El diálogo se reduce a esto: Tú que sabes lo que va a suceder, dime, ¿puedes escribir algo mejor? ¿Si tomo otro camino seré más feliz? ¿Si me pego un tiro ahora mismo evito algo o puedo remediar todo lo que ya ha sido? La respuesta es, sin duda, no. Porque de otro modo la intromisión del autor sería inútil, no habría sucedido. Podría escribir algo distinto —diría el autor— y si el dolor conoce grados, quizá habré escrito algo menos doloroso. Pero el dolor no conoce grados, porque es siempre único, porque el dolor no tiene historia. Sólo sé que puedo darte algo distinto. La decisión carece de sentido: un dolor único u otro dolor sin historia. Cuando el autor admite la posibilidad de haber escrito algo distinto, uno sabe que no es dios.

8. Falso consuelo. ¿Entonces? Un Dios verdadero se aparecería al final de la vida para invertir el orden. Sólo en el momento final, ante el hecho de la muerte, nos pediría tomar las decisiones en retrospectiva y empezar a vivir en reversa. Tras el divorcio que nos arruina decidir si quería casarme o ser infiel. Atrapado bajo los restos de mi casa que se vino abajo decidir si quise vivir ahí. Tras la muerte prematura, la violación o el secuestro de los hijos decidir si querríamos haberlos tenido. Tras la muerte de los padres decidir si habría sido mejor no nacer. Frente al cadáver de la mascota decidir si quisimos adoptarla. Si preguntamos, la mayor parte de la gente dirá que la desgracia no cambiaría sus decisiones. Que aún en reversa vivirían del mismo modo. Mienten. Mienten cuando dicen que todo dolor vale la pena por la felicidad vivida. ¿Qué tanto dolor es preciso poner en la balanza de la imaginación para evidenciar que mienten? La felicidad no vale tanto, ni es tan intensa. La miseria es mucho más grave de lo que la recordamos. Al llegar al origen ese Dios verdadero nos daría otra oportunidad, escoger sin saber las consecuencias, vivir como vivimos, en incertidumbre. También dirán que no cambia nada. También mentirían. El saber y la ignorancia son falsos consuelos porque nada cambian.

9. Otra fenomenología de la muerte. La muerte es un hecho. No tiene víctimas. Nada se supera, a lo sumo se le sobrevive. Uno no supera las separaciones o la muerte de los queridos; como mucho las sobrevive y espera con secretos ruegos que nada se repita. Así la vida nos va quitando: cada persona, cada encuentro y desencuentro nos disminuyen, a cada uno sobrevivimos con más precariedad. Buscamos olvidar, no pensar en ello, imaginar el hecho como algo acabado y provechoso. A eso le llamamos “superar” pero se trata de sobrevivir. Puesto que no hay un sentido y la voluntad es ilusión, sólo se sobrevive porque no se muere aunque se muera muchas veces en cada vida y se pierdan muchas vidas en cada muerte.

10. Apariciones. La llama del amor no se extingue a través o con el mismo cuerpo/alma que la encendió. ¿Con qué se extingue entonces? Con su ausencia tampoco. Es misterioso el amor, pero es más misteriosa su desaparición.

Credo.
Renuncio a la causalidad y a la idea de agencia; asumo que soy objeto de la vida y sus accidentes. Nada puedo hacer para dirigir los hechos. La hipótesis de la voluntad es aberrante. El deseo es un sinsentido. Esta es mi fe: no soy. No soy causa. No determino mi existencia. El conocimiento real o inventado que poseo o puedo adquirir sobre mis actos y mi circunstancia son inútiles, no cambian mi vida. Los actos no existen. Creo en los hechos. Hay hechos. Los hechos no tienen finalidad. Creer en cualquier finalidad es el origen de la desgracia. El hecho de la muerte es la demostración plena de que la voluntad, la agencia, el sentido y la finalidad son mentira.

miércoles, mayo 06, 2015

Sobre el perdón

I do repent, but heaven hath pleas'd it so
To punish me with this, and this with me,
That I must be their scourge and minister.
I will bestow him, and will answer well
The death I gave him. So again good night.
I must be cruel only to be kind.
Thus the bad begins and worse remains behind.
Hamlet. III-4




El otro conserva el profundo dolor que sentía antes, pues no hay nada de consolador en el hecho de que tú hayas cometido una sinrazón y se lo hayas dicho; hasta se acuerda del espectáculo penoso que le has ofrecido, despreciándote delante de él, como de una nueva herida que te debe; con todo, no piensa en la venganza y no comprende cómo podría haberse desvanecido la ofensa entre él y tú. En el fondo, tú has representado la escena ante ti mismo y para ti; habrás invitado un testigo, pero en interés tuyo, no por él; no te engañes a ti mismo.
—Nietzsche, Friedrich. Aurora.


A estas alturas soy incapaz de encontrar las palabras que busco, escondidas en un libro de Nietzsche, aunque también podrían estar en el libro de alguien más, explicación tan válida como mi mala memoria para el hecho de que no las encuentre. Acaso, puede pensarse, son palabras que pensé yo mismo, y en un acto de memoria y soberbia, les puse el nombre y la firma de Friedrich N. para prestarles la fe y el valor que sólo los grandes muertos le imprimen a las palabras. El nombre y las palabras exactas quizá no importan, sino el sentido, y es este: “lo que no perdono de la traición, no es lo que me hiciste pasar o de lo que me privaste, sino que por ella me has hecho incapaz de confiar de nuevo en ti. Nunca más. Y nada hay más valioso, ni que duela tanto perder, como la fe en un amigo”. Algo así decía Nietzsche. Y si no lo dijo, alguna vez se le habrá ocurrido, tan enrevesado como era. O lo dije o se me ocurrió a mí. Tanto da, porque a todos nos han traicionado, o nos hemos traicionado solos, o traicionamos a los demás. Con una indecencia, con una mentira. Con palabras o acciones, pero todos somos traidores y nada duele tanto en la traición como ese perder la inocencia, como ese cuestionar infinito y a futuro toda promesa, toda amistad, todo amor y toda felicidad. Por la traición llegamos a esa tercera etapa de la felicidad, que puede ser de Benedetti o de Kertesz, o de Primo Levi, o de los tres: cuando ya no se puede ser feliz porque uno sabe que toda felicidad termina. Cuando uno sabe que tiene amigos porque no han tenido aún tiempo, oportunidad o deseo de traicionarnos. El fin de la inocencia o de la fe. Uno aprende, se hace viejo o madura, lo mismo da. Uno se va quedando solo y lleno de traiciones.
      Haya dicho lo que haya dicho quien lo haya dicho o escrito, en los últimos meses he tenido oportunidades serias para pensar en la traición y su vástago maldito, el perdón. Que es de quien quiero escribir, pero como buen evangelista, me toca empezar por la filiación, el origen y sus ecos. Yo perdono. Tú perdonas. Estas oraciones siempre exigen la pregunta: sí, pero ¿qué se perdona?
      ¿Y cómo contarlo sin cometer también traición? Sin traer al banquillo de los acusados o a la vergüenza pública al traidor. Sin llamar a cuentas o contar eso que no debió pasar y por lo mismo no debe ser contado. Porque yo lo he dicho o escrito antes, seguramente parafraséando a otro, o robándome franca y traidoramente sus palabras: contar es traicionar, es repetir y perpetuar lo que no debió haber sido o que, si llegó a ser, no debió contarse, aún sin haber sido. Porque contar hace superfluo lo que fue y no, le da o le presta carne a los fantasmas y los aparecidos, a los no venidos y los inexistentes y, en todo caso, contar algo es traicionar lo que está en nombre de lo que se inventa.
     Así pues, ¿cómo hablar del perdón sin hacerse también traidor? Y lo mismo, cómo traicionar sin pedir, o recibir sin haber pedido, perdón. En silencio o a distancia, merecido o no. Es claro que la traición es ocasión de tomar la parte del otro y decir, como un dios, un rey o un amo: te perdono. Y aún así, sin rencores incluso, seguir perdiendo la inocencia a través de la experiencia sola. No por el juicio ni el intelecto, sino sólo porque se ha vivido, se sabe sin lugar a dudas que sólo hace falta tiempo, ocasión o ganas. Y de ahí no hay quien te salve o te cure, por mucho que perdones y se laven todos y no quede huella sino el acto o la memoria misma de lavarse y perdonar, con, o sin razón. Con, o sin soberbia. Espectáculo al fin y al cabo, del que pide o del que otorga sin que le hayan pedido nada ni se acuerden de él o ella. Porque acaso son ellas las que más sufren de traiciones. O no. Pero soy hombre y me gusta pensar que son los o las otras quienes llevan la peor parte. Pocas justificaciones tan poderosas hay para seguir viviendo o para imaginarse que uno es feliz. Aún. Todavía. Ya veremos...
       En fin, que pedir perdón no sana heridas. Y perdonar tampoco. Sólo sanan las heridas que no se han causado, las que uno se imagina en pesadilla o se teme, pero al revisar la carne nota que no estuvieron nunca. Lo otro, la traición, es descubrir de pronto que donde siempre imaginó tener un brazo o un dedo no tiene nada. Que le falta algo que uno imaginó era suyo y parte suya, pero nunca estuvo, por más que lo hubiera visto, sentido o tocado todos estos años. Perdonar no remedia nada, ni arrepentirse tampoco, pero así vamos tirando. Porque uno prefiere imaginarse que esa ausencia o falta es pesadilla y la realidad está al revés, ocupada por los miedos, en vez de aceptar que el miedo es realidad. Y entonces perdona. ¡Qué remedio! Mejor imaginar que se tiene un ojo o un amigo, que vivir tuerto y solo...




Si no me hubieras dicho nada —añadió—, si me hubieras mantenido en el engaño. Cuando se lleva uno a cabo, hay que sostenerlo hasta el final. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad. Eso es aún peor, porque desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo. y sin embargo, no vivió otra cosa: vivió lo que vivió. ¿Y qué hace uno entonces con eso? ¿Tachar su vida, cancelar retrospectivamente cuanto vivió y creyó? Eso no es posible, pero tampoco conservarlo intacto, como si todo hubiera sido verdad, una vez que se sabe que no lo fue. No puede hacer caso omiso, pero tampoco renunciar a años que fueron como fueron, ya no pueden ser de otro modo, y de ellos quedará siempre un resto, un recuerdo, aunque ahora sea fantasmagórico, algo que ocurrió y no ocurrió. ¿Y dónde coloca uno eso, lo que ocurrió y no ocurrió?
Marías, Javier. Así empieza lo malo.