Me cuesta escoger las palabras. Me cuesta incluso hacer letra legible, ya no digamos agradable. ¿Qué tan perjudicial fue dedicar más de un año al mismo tema, a la variación constante para alguien que ni siquiera tuvo la decencia de intentar una eternidad? Nadie me exigió ponerlo todo en pausa y dedicarle la vida y la inspiración. Por eso fui y soy feliz de haberlo hecho. Pero pasa el tiempo y cada vez más las letras que me tenían orgulloso me resultan ajenas, un poco frías. No puedo sacarme de la cabeza la idea de que eso no es literatura, que desde hace tiempo nada es literatura. Todo es teoría u honesta confesión personal. Ya no queda ni la aspiración de hacer literatura. Releer lo que he escrito últimamente me aburre incluso a mí. Ya no estoy satisfecho, ya no creo en “lo mejor que he escrito en mi vida”, ya no creo que haya escrito algo valioso. Se me despierta una nostalgia por lo que escribí antes y quizá sea mejor, pero hasta pena da leerlo. Es el mismo tema con otra perspectiva y, en alguna forma, estoy harto de lo mismo. Me llama escribir algo distinto aunque sea impensable. No sé escribir distinto. O no me atrevo, como andar en bicicleta.
Ahora mismo, desde el jueves, me regresa la inspiración con el mismo temblor inseguro de siempre. Y es otra vez un nombre de mujer el que está detrás de todo. Un nombre imposible como siempre, que esta vez empieza con K. Imposible como todos mis amores y acaso peor que imposible. Pero hoy, en vez de preparar otra carta u otra parábola de amor, escribo esto en busca de algo distinto, en busca de libertad para escribir la vida o desear siquiera hacer literatura. Ya no deseo reducirme a infinitas cartas/parábolas/metáforas de amor. Hoy quiero partir de ahí hacia otra cosa quizá no mejor, pero distinta y capaz de comprometerme el alma como eso otro que hice casi toda la vida. Buscar un te quiero sin barroquismos y construirme por primera vez una pureza externa desde la cual trabajar sobre mí. Dejar al fin el angelismo que siempre está pintado sobre la simple carne de una mujer que al final del día no entiende una palabra de lo que escribo. Prueba de ello es que ninguna está aquí.
Basta. Que la metáfora infinita me comprenda y me transforme a mí, no a ella. Que los garigoleos y los detalles barrocos del lenguaje cambien algo que sea siempre parte mía; algo que ella, cuando se vaya como todas, no pueda llevarse ni quitarme. Pero nada se me ocurre, sólo un nombre otra vez. K. Sin odas para ella, quiero usar por primera vez lo que me despierta, para escribir una carta velada cuyo destinatario sea yo. Deseo comunicarme con ella, llegar como nunca he sido capaz. Pero no he llegado porque me falta algo de egoísmo o de locura para tenerme como principal interlocutor. Quizá sólo aprenderé a ser querido cuando no entregue sino aquello que no puedan quitarme. Y hasta ahora entrego todo, lo que no recuperaré y lo que es mío. Habría que empezar por prestar lo que no pueden llevarse como prueba antes de entregar lo que me roban al hacerme trizas. No más cartas de amor, no más fábulas. Algún otro tema debo inventar a partir de ella. Claridad es todo lo que hace falta. Un poco de locura para buscarme en sus ojos y usarla como espejo, no como escenario de una vida. Es lo que hay que hacer. No me gusta en absoluto, pero he empezado a hacer lo que hace falta, no lo que deseo.
Lunes, 01 de Agosto de 2011. 21:00 Hrs.