Encontré unas hojas viejas, escritos de hace casi cinco años. Me intrigan. Estoy seguro de que fueron bocetos, pequeñas aproximaciones antes de atreverme a escribir la novela que aún no termino. Me intrigan. Aunque he olvidado las circunstancias en las que escribí estas palabras, existen algunas frases que me despiertan nostalgia y otras que me obligan a preguntarme qué pensaba, qué sentía. Aquí, me intriga la palabra puente, el agradecimiento al final y las tres letras “fer”. Sé que son palabras de ficción pero que todas se inspiraron en algo que viví entonces. Los invito a que especulen conmigo. ¿Qué me pasó? ¿Qué es el momento? Y, sobre todo, ¿quién es Araceli? Por más que busco en mi memoria, no recuerdo haber conocido a nadie con ese nombre, no encuentro un rostro para ese suéter blanco que estoy seguro cubría el hombro que un día triste, me dio asilo. Casi recuerdo un perfume pero, como en un sueño, desaparece antes de que pueda identificarlo... En fin, si estás ahí, lees esto y me recuerdas, Gracias Araceli, por este bello recuerdo.
Julio 26, 2007 18:50 Hrs.
* * *
Siempre regreso aquí. Al momento. Esa voz siempre está ahí para escucharme, para decir algo ininteligible pero tranquilizador. Todo está obscuro y es casi como un recuerdo pero ya no estoy tan seguro. La voz parece conocida pero son sólo murmullos; sé que se trata de palabras por las pausas y las variaciones en el tono. No son palabras porque nunca cambia en lo más mínimo, siempre es lo mismo, los mismos silencios y el mismo intento de sonar agradable sin lograrlo del todo. Llega más bien a una condescendencia como la del poderoso para con el débil. Como de reconciliación entre dos amantes hartos el uno del otro intentando arreglarlo todo en la obscuridad.
¿Dónde?
La lluvia golpea las paredes o el techo o las ventanas. El sonido del agua corriente puede ser el de un riachuelo o el de la corriente que llega a una coladera. Lo curioso es que no hay viento. Ni siquiera una pequeña brisa. Es como si estuviera en un cuarto muy pequeño; como la cabina de un avión. No. Otra cosa, más cómodo. En el momento, siempre estoy ligeramente tomado, lo suficiente para no tener frío ni desconfianza o miedo. Ese punto en el que todo se mueve suavemente como un arrullo o el mar en calma. Quizá tenga algo que ver con la paz que me llena, con la sinceridad que siempre demuestro. Mi cabeza siempre descansa sobre algo suave, sobre una especie de cojín con un caramelo dentro. Aunque todo es obscuridad, sé que estoy recargado en algo de color blanco, sin la más mínima marca o alteración. Siempre estoy diciendo algo, cada vez comento una cosa distinta con la misma solemnidad del que busca una respuesta. El susurro articulado sin palabras ni posibilidades me contesta y me calma y, de alguna forma, me obliga a ser sincero. Ninguna calma. Ninguna mentira.
Sólo decir las cosas.
Mi mano izquierda intenta acariciar algo pero tengo miedo de hacerlo a pesar de que no hay razón para tenerlo. Ahí no hay nada ni nadie además de mí y el cojín o la almohada en que me recargo y el listón deshilachado de seda en mi mano izquierda. Todo se reduce a la paz. Al silencio. Al sentimiento de estar donde nadie puede ni quiere llegar. Estoy a salvo de mí mismo. De mis mentiras, de mis miedos o máscaras. De la posibilidad de venderme o renunciar. Estoy a salvo y si pudiera llorar lo haría porque esa especie de voz no juzga ni lastima ni pregunta. Está, simplemente. Me embriaga literalmente porque estoy confortablemente mareado con los ojos cerrados o en completa obscuridad. Luego de un instante cuya duración no puedo calcular, unas gotas de lluvia me salpican y una voz que no es el susurro hace una pregunta. Todo lo que escucho es “fer”. Me niego y me excuso pero despierto. El Momento ha terminado de la misma forma como empezó, por su propia voluntad. Yo sé que volveré ahí (ahora) y a veces pienso que esto, lo que no es el momento, sucede sólo entre los latios de mi corazón durante el momento y deseo regresar.
Necesito regresar.
A veces, cierro los ojos y me encierro en silencio para provocar el regreso pero nunca funciona. Ese instante tiene su propia voluntad y se abre paso cuando quiere, rasga la realidad. Cualquier realidad. Cualquier segundo, no importa si es el parpadeo entre el semáforo en amarillo y el semáforo en rojo o verde, no importa si es el lapso entre la u y la e al escribir la palabra puente o el segundo que tardo en estirar la mano para saludar a alguien. Incluso entre una nota y otra de la canción en el radio. Regreso al momento y parece durar una eternidad aunque sea sólo ese parpadeo involuntario. La supuesta realidad me golpea con la contundencia del grito de fuego en la sala de conciertos donde escucho una serenata de Schubert.
Sé que volveré.
Necesito regresar a esa fracción incuestionable de tiempo estático. Aunque no sepa qué es. Aunque siempre regrese con frío y lanzando vapor por la boca. Debo encontrar la forma de quedarme ahí. De enamorar al susurro o a quien lo emite. La redención está ahí.
quiero
Martes, 17 de Septiembre de 2002
Gracias Araceli